domingo, 11 de julio de 2010

EXTRACTO DE "CUANDO SON CONTRATADOS PARA CAMBIARLES EL COLOR A LOS CONGRIOS NEGROS EN EL GALPÓN DE LA CICATRIZ CON ECO EN EL PUERTO DE SAN VICENTE"

Una vez que andábamos fallos al oro con El Salustio le conversé: “¿Qué le parece si echamos un luqui por San Vicente y a lo mejor sacamos el día?”
El compadre terminó de despertar y partimos. Nos bajamos en la picada “La mancha de las velas”. Entonces me pegó un codazo pa alertarme: “Escucha, pailón”. Al lado, otros emparafinados estaban dando la noticia: “La cicatriz con eco necesita pintores”. A los diez minutos tocamos la puerta del clandestino, porque la dueña se dedica al expendio de bebidas sin patente y también le trabaja la sierra ahumada, pero para su propia clientela. Ella misma en persona nos abrió la puerta. Dicen que el firmeza que tiene, llegando la noche, le pasa una espátula pa ocuparla, porque tiene hollín y humo por todas partes y nunca se sabe pa qué lado está ubicada.
El Salustio se encargó de las presentaciones:
–Nosotros estamos dispuestos a prestar nuestros servicios profesionales. Usted sabe que somos como tontos pa la pintura.
–Les conozco la última gracia que hicieron –dijo la vieja con mala intención.
– ¿Cuál será? –preguntamos con toda inocencia.
–No se vengan a hacer los cuchos conmigo. ¿O es que se olvidaron cuando subieron al Indus 3 de los Macaya y lo pintarrajearon tantas veces que el buque se fue a pique de un viaje?
–Ahora la cosa es distinta –se defendió El Salustio.
La vieja terminó ablandándose después que le contamos que vivíamos tirándonos por el alambre. Pasamos respirando para adentro para evitar que la atmósfera se recargara con el metasulfito propio. Explicó La cicatriz con eco:
–El negocio de los congrios se fue a las pailas. Salen puros negros y pagan muy poco. En cambio los colorados andan por las nubes y cobran un ojo de la cara, pero los diablos no pican ni por travesura.
Se acercó a los maestros para hacerles esta confidencia:
–Lo que yo quiero es que ustedes pinten los “monos” y los dejen más colorados que jaibas.
El Salustio, que siempre ha sido tan bruto, se dio media vuelta:
–Ah, no –dijo–. Mi religión no me lo permite. Usted le quiere meter gato por liebre a la clientela –agregó hecho un quique.
–De eso se trata –le contesté, tratando de explicarle la situación–. Total, si no los pintamos nosotros, no faltará un vivaracho que lo haga.
–También es cierto –contestó con algo de resignación, retrocediendo.
– ¿Quién pone los materiales?
–De eso me encargo yo –dijo La cicatriz con eco–. Y no sólo eso. También se van a ir de anticipo.
–Con tal que sea un par de guatas de rana –exigió El Salustio. Partimos y volvimos.
Nos esperaba una montaña de congrios. La viejuca se sorprendió al vernos regresar con la colección de tarros de pintura y los pinceles de pelo de camello.
–No se preocupe –le dijimos, pasándole la brocha gorda con pintura verde por la cara para entrar en confianza.
El Salustio, que siempre es tan atravesado, preguntó:
– ¿Quiere que los barnicemos al pájaro verde o a la piroxilina?
Yo traduje la frase al vuelo y le dije:
–Lo que mi compadre pregunta, señora cicatriz con eco, es si desea los pescados con brillo natural o artificial.
–Sencillito no más. Así sacan más pronto la tarea. Y no olviden que por cada congrio pintado como es debido van a ganar una luca.
El compadre sopló:
–Esto es igual que el negocio de las picanas. Una picana, una luca. Un congrio, otra luca.
Le pedimos a la viejuca que se juera, porque nosotros necesitamos la tranquilidad pa trabajar. No es cuestión de agarrar la brocha y empezar a pintar como locos. Y hay días en que uno está con toda la cuerda y otros no. Cuando nos encachamos con la muralla de la cárcel demoramos como dos meses, porque andábamos volando bajo y la pintamos de adentro pa afuera.
El Salustio desembuchó el pincel más delgado, abriendo el tarro de pintura blanca.
– ¿Hai visto alguna vez en tu vida un congrio con anteojos?
–No.
–Ahora lo vai a ver –dijo, terminando de hacerle dos enormes redondelas.
– ¿Y qué esperái pa entrar a funcionar? –me provocó, mientras yo seguía con las manos en los bolsillos.
–Estoy esperando que terminen de dar vuelta las ideas por la cabeza mía.
El Salustio se despachó seis congrios, pintándolos color naranja y yema de huevo. A uno le agregó la casa y el mástil con la bandera chilena al tope y el perro olfateando a un par de vecinas que pasaban en ese momento y una carretela.
–Me vai a disculpar –dijo todo fantasioso–. A este cuadro le voy a poner la rúbrica, no vaya a ser cosa que un día nos coloquemos famosos.
–Oye, Salustio –le contesté un poco picado–. Lo que es yo, me voy a ir de mural.
–No te entiendo.
–¿Qué te parece si agarramos unos diez pescados, los ponemos en fila y les pintamos encima del lomo la batalla de Rancagua o cuando Manuel Rodríguez dejó ni que media escoba en Colchagua?
El compadre se pegó la palmada.
–Tenís la razón –reconoció–, porque así nos cunde más la pega y no se nota tanto que le estamos trabajando por las puras lucas.

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